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Acabadas las vacaciones, para algunos hace ya milenios, toca retomar el trabajo y desempolvar este blog, que prometo – este año también – actualizar más a menudo. Antes de que me crezca la nariz de nuevo, pongámonos a ello, esta vez con una idea que me dio mi amigo José Luis hace poco.
Uno de los problemas reconocidos de la justicia española es el burocratismo y la afición, diríase la adicción, por la celulosa que tiene nuestro legislador. Escritos por aquí, exhortos por allá, oficios por acullá, convierten el pleito más insignificante en un palimpsesto más pesado que la carrocería del Batmóvil y cuyas hojas en ocasiones deben ser grapadas con una taladradora. Sí, una taladradora industrial para hacer los agujeros por los que luego el funcionario, convertido por momentos en fresador, introduce un hilo a fin de atar el conjunto a modo de fardo lanar. A continuación, el funcionario-fresador-cordelero numera el tocho con números romanos y lo coloca junto con otros cientos en el armario, si hay suerte, y si no la hay, en el pasillo, debajo de la mesa o incluso en el aseo. Todo esto cuarenta años después de que el hombre llegase a la Luna.
Las veinte o treinta primeras hojas suelen consistir en el poder para pleitos, que es una escritura notarial en la que el cliente faculta a su Procurador para que realice en su nombre los actos relativos a la tramitación del procedimiento. En la mayoría de los pleitos civiles no solo es obligatorio comparecer representado por este profesional (cosa que nos parece un anacronismo), si no que además, el litigante debe pasar antes por notaría para otorgar el poder de marras, con el correspondiente coste de tiempo y dinero.
Esto no ocurre en otros países, cuyos legisladores no son tan papiroadictos y, en particular, confían más en los profesionales del Derecho. Es decir, si un abogado o procurador presenta una demanda, se presume que está autorizado por su cliente, sin necesidad de poderes ni gaitas. La cosa tiene su lógica: ¿qué abogado en su sano juicio se dedica a ir poniendo demandas por ahí sin autorización de sus clientes? Bastante trabajo tenemos con los pleitos reales, como para dedicarnos a los virtuales.
Los desconfiados contestarán: Si se suprimiese la exigencia de los poderes notariales, no tardarían en aparecer profesionales sin escrúpulos que dijesen representar a gente sin contar con su autorización, con pérfidos fines. Cierto, pero me apuesto la toga a que eso no sucedería más que en un porcentaje despreciable de los casos, perfectamente combatibles a posteriori con la normativa disciplinaria y sancionadora general.
Decía un jurista francés que todas las leyes se basan en la desconfianza, y que ninguna descansa en la virtud de los ciudadanos. El legislador español sigue tan desmoralizador aserto a pies juntillas. En particular, la desconfianza legislativa en el procurador resulta desconcertante, incluso, si me apuran, insultante. Tanto decir que el procurador es un colaborador esencial de la administración de Justicia, a quienes ésta confía importantes funciones, y luego desconfía de su palabra desde el mismo momento en que entra por la puerta del juzgado y dice representar a quien representa.
¿Es usted procurador? El carnet por delante. ¿Dice usted que representa a Fulano? Enséñeme su autorización. Y no me vale cualquier papelito. Tráigame un poder notarial con todos los sellos, oiga. No se preocupe si ocupa mucho papel. ¡Ahora mismo saco la taladradora!
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