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Las conclusiones de un estudio de la Universidad de Princeton acerca de la cursilería en la redacción son asombrosas. Daniel Oppenheimer, profesor de psicología, tomó unas cuantas muestras de texto y les pasó un tesauro por encima a fin de sustituir las palabras sencillas por otras más alambicadas y pretenciosas.
Oppenheimer reemplazó cada nombre, verbo y adjetivo por su sinónimo más largo y pretencioso. Como hacía Machado, cuando veía la frase “lo que pasa en la calle” la traducía por “los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa”.
A continuación sometió ambos juegos de textos al juicio de un panel de estudiantes. Resultado: Cuanto más pomposo e inflado sea el lenguaje utilizado, menos inteligente parecerá su autor a ojos del lector.
El trabajo se titula, irónicamente, “Consequences of Erudite Vernacular Utilized Irrespective of Necessity: Problems with Using Long Words Needlessly”. Algo así como “Consecuencias del uso de la lengua vernácula erudita a fuer de su innecesariedad: los problemas derivados del uso innecesario de palabras largas”.
Espero que el estudio no llegue a incorporarse nunca a los planes de estudio de Derecho en España, no sea que sirva de aprovechamiento a las futuras generaciones de licenciados. Las gentes del Derecho – o los colectivos jurídicos, como he llegado a oír - competimos en buscar el sinónimo más rebuscado, o la construcción más artificial para expresar cosas sencillas. Los beneficios son claros. El boato lexicográfico y el lenguaje gongorino sirve a los jueces para dar lustre a sus sentencias, a los fiscales para inflar sus escritos y a los abogados para justificar nuestras minutas ante los clientes.
Así, para aludir a la “Ley de Enjuiciamiento Civil”, decimos “ley de Ritos”, “ley rituaria” o “ley adjetiva”. ‘Tribunal Supremo” se traduce como “nuestro más Alto Tribunal”. En lugar de escribir “solicito al juzgado que admita nuestra petición adicional”, diremos “al juzgado suplico que se sirva dar curso a lo impetrado mediante otrosí”. Jamás de los jamases utilizaremos el punto y coma, ni bajo tortura vietnamita, ni dividiremos los párrafos de forma que el texto resulte medianamente comprensible para el lego; utilizaremos rebuscados gerundios para iniciar las frases, e intentaremos que el escrito resultante sea tan retorcido como los guionistas de Perdidos.
Por cierto, la segunda acepción de la palabra gerundio, según el diccionario de la Academia, es “persona que habla o escribe en estilo hinchado, afectando inoportunamente erudición e ingenio”, por alusión a fray Gerundio de Campazas, el pedantorro predicador creado por el Padre Isla. La costumbre del jurista carpetovetónico de usar el gerundio con la misma asiduidad que el fontanero la llave inglesa acaba convirtiéndole, como demuestra Oppenheimer, a él mismo en un gerundio.
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