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Siempre me ha sorprendido la innata propensión de nuestra especie desde que bajó del árbol a establecer normas, crear reglamentos, fijar disposiciones y rodearse, sumergirse, atiborrarse de reglas jurídicas a cada paso, sean o no necesarias o legítimas. El ejemplo más pedestre es el del órgano normativo más modesto pero más legisferante: las comunidades de propietarios. Se reúnen los vecinos en el portal, toma la palabra el presidente, y a partir de ahí, a legislar se ha dicho. Prohibido hacer ruido a partir de medianoche, prohibido colgar la colada sin pinzas, prohibido hacer mudanzas en festivos, prohibido bañarse en la piscina después de que echen el cloro. Da igual si la norma es irracional, inútil o si vulnera derechos fundamentales consagrados en leyes superiores. El caso es regular, que es lo que nos sulivella.
A los colegios profesionales les pasa algo parecido. Tengo en mi mano el último proyecto de Estatutos del colegio de abogados de Madrid, un ladrillo de muy señor mío cuya lectura provoca efectos narcolépticos. Cielos, qué sopor. Cuánto artículo, cuánto precepto, cuánta disposición. El artículo 4 asigna al Colegio, entre un océano de funciones, la siguiente: “Organizar y promover servicios comunes y actividades de interés para los Colegiados de carácter formativo, cultural, asistencial, de previsión y otros análogos (…), así como facilitar la conciliación de la vida personal, familiar y laboral, sin menoscabo de la promoción profesional”.
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